Tradición Católica Mallorca

PÁGINA DEDICADA A PROMOVER LA CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA TRIDENTINA EN MALLORCA

Domingo de Septuagésima. 17 de febrero de 2019


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Padre Ricardo Isaguirre.


Sin abandonar el ambiente rural de domingos anteriores, el Evangelio del domingo de Septuagésima nos conduce directamente a la viña que simbolizaba a Israel y en la cual se manifiesta ahora la realidad de la Iglesia de Dios. Aquí se dan nuestros afanes. Nos conviene entonces dedicar los minutos de la predicación a ahondar en este misterio de la participación por la fe en la acción que solamente Dios es capaz de iniciar y llevar a su plena perfección, pero a colaborar en la cual quiso llamarnos, contratándonos para que merezcamos el salario de nuestros labores hasta llegar a compartir un día la mesa de este Padre de familia.


Nuestra liturgia es una construcción sagrada inspirada por Dios mismo en la que la Iglesia ha invertido siglos de su vida de adoración a Dios Uno y Trino y de misericordioso servicio hacia el hombre pecador; tal como la hemos recibido de la tradición católica y apostólica, ella expresa admirablemente su experiencia de salvación y santificación en Cristo por la cual los creyentes alabamos a nuestro Creador y Redentor. Por eso, si los exigiera la necesidad y el bien de las almas, los cambios no pueden tener lugar en la liturgia sin atender a su totalidad y al universo de la vida cristiana, y aun esto con gran parsimonia y restricción bajo la guía de pastores legítimos, experimentados y sabiamente prudentes. De esta manera los Padres y luego los Pontífices romanos operaron sobre este depósito sagrado, solamente a fin de responder por las almas ante grandes desafíos y jamás por espíritu de innovación.


Aquellas innovaciones generales que, en cambio, invocando causales engañosos, se introdujeron a partir de mediados del siglo XX en el organismo viviente de la liturgia –lo demuestran sus consecuencias– provenían de una voluntad destructiva que, aguardando la ocasión favorable para desatarse, había permanecido dormida muchos siglos entre los repliegues de la historia de la Iglesia latina; a diferencia de los reformadores protestantes, que cortaron brutal y definitivamente sus vínculos con Roma, estos “reformadores” del catolicismo optaron por permanecer astutamente escondidos en espera de su hora para dedicarse a la completa destrucción revolucionaria desde dentro del edificio. Si el culto que quedó establecido después de la intervención de Lutero, Calvino y los demás reformadores protestantes no creó nada nuevo y empobreció el conjunto de lo previamente existente, disminuyendo lo que hoy llamaríamos “calidad de vida” de naciones enteras, la “renovación litúrgica” iniciada oficialmente a partir de los documentos pertinentes sancionados por el Concilio Vaticano II trajo la ruina del culto católico, y provocó con ello el mal y la miseria para innumerables almas, conduciendo, con el paso de poco más de sesenta años, a la actual desolación de la abominación que impera en los templos del modernismo en el mundo entero, desde la basílica mayor de San Pedro en la Colina del Vaticano hasta la última capilla de campo en los confines del mundo habitado. Dejada a un lado la herencia legítima que tenían el encargo inicial de custodiar, los reformadores modernos erigen un simulacro de liturgia deformada incapaz de transmitir la gracia de la redención, vale decir, de celebrar válidamente signos sensibles y eficaces de esa gracia sin la cual no hay posibilidad alguna de bien. El método es coherente con el fin perseguido en última instancia: en clave luciferina procuran la abolición de los efectos de la obra del Redentor y la anulación del orden eterno que introduce en la Creación, por medio de la erección de un “nuevo orden de los siglos”, dispuesto de modo tal que interfiera con la transmisión del don divino al que ellos no pueden afectar.


El demonio es verdaderamente el mono de Dios (idea de Nietzsche) y en la furia de su rencor monta un simulacro de religión, la viste de nuevos oropeles y la capacita como vehículo de sus depravados propósitos. Para esto requiere el concurso de especialistas que asesoran la transformación mintiendo acerca de antecedentes y consecuencias, fingiendo ciencia y oscureciendo lo que durante siglos fue suficientemente luminoso. Lex orandi, lex credendi. Si la norma de la oración litúrgica nunca puede separarse de la norma de la fe que profesamos con la esperanza de alcanzar por esa senda la Vida eterna, si la envidia de Satanás quiere evitar la salvación de las almas llevándolas a una condenación semejante a la suya, la operación de “reformar la liturgia” fue exitosa hasta el día de hoy. Basta ver el estado actual de la Iglesia de los modernistas, que va hundiéndose entre escándalos groseros, ridiculeces obscenas, luchas intestinas y confusión de opiniones. Los eclesiásticos de siglos pasados también eran falibles y pecadores, claro que sí, pero la ley litúrgica constituía un auténtico “código de pureza” infranqueable, muy superior a los del Antiguo Testamento, dado que, animado por el Espíritu Santo, era capaz de conferir lo que exigía. Si se quiere debilitar un pueblo para que se entregue al invasor, nada más expeditivo que envenenar el agua que alimenta al ejército que lo protege y defiende de sus enemigos. Así se llevó a cabo, sistemáticamente, incluso antes de las iniciativas posconciliares, hasta el aquelarre de las pseudo-celebraciones eucarísticas ecuménicas y pan-religiosas contemporáneas que alcanzan el nivel de lo absurdo y arrastran al pueblo fiel en la estela de sus sacrilegios. Desmontado el altar del que el sacerdote desertó, era inevitable que sucediera la hambruna. Sustituido el Pan que da la vida eterna por bizcochos integrales ineptos como materia para la transubstanciación, la fe del entero pueblo de Dios languidece y se extinguen las fuerzas de cuantos, por su oficio, deberían velar por esas almas y antes que nada por la propia salvación. Las generaciones actuales, nacidas y criadas ya en el cisma y la herejía material –si no como protagonistas al menos como comparsas–, pertenecen a esta falsificación de Iglesia cuyo espíritu malo beben desde el comienzo por todos los canales que la neojerarquía conciliar y sus cómplices instalan para distribuir la ponzoña de sus errores. Es muy cierto que mueren matando a sus propios hijos; pero ese es el objetivo de aquel ángel maligno que a sí mismo se hizo espiritualmente inútil rechazando servir a Quien es fuente de toda fecundidad: que ya nunca nada florezca, convertir el paraíso en un páramo, anular la potencia de la vida teologal en las almas, cortarlas de la Vid verdadera negándoles de tal manera participar de la savia que las vivificaba. Y como esta muerte de las almas requería ser asumida personalmente por sus víctimas, la revolución anticatólica se caracteriza por el adoctrinamiento y la postulación de todo tipo de malos ejemplos entre los que ocupan puestos superiores. Echada a perder la cabeza, la putrefacción de los miembros se sigue por sí sola en poco tiempo y la caída se generaliza.


Sin embargo el remedio a esta devastación es simple, como todo lo que proviene de Dios, y, para espíritus que no sean tibios, su ejecución está siempre a la mano. La Iglesia católica ha recibido la promesa solemne de su Fundador, que oró por Pedro para que su fe no desfalleciera. Puestos de hecho al margen por quienes han ocupado fraudulentamente las estructuras externas de la Iglesia romana histórica, no son pocos los creyentes en el mundo actual que por un camino u otro terminan advirtiendo el engaño al que han sido inducidos por falsos pastores. Los tesoros invalorables de nuestra liturgia están intactos; si duermen en misales, pontificales, rituales y graduales, lo hace esperando la mano decidida que abra sus cofres y vuelva a dispensar tantas riquezas a diestra y siniestra, con la generosidad, con la ciencia, con la devoción de las antiguas generaciones sacerdotales que velaron por la
cristiandad incluso a riesgo de la propia existencia terrenal, pero convencidos de su vocación al cielo.


Reprochando a la tradición alimentar un concepto “negativo”, “deprimente”, de pecado, los reformadores de la liturgia tenían como uno de sus objetivos principales trastocar el orden penitencial, convenciendo a los fieles de que el régimen clásico era un punto menos que cruel, poco espiritual y ajeno a la dignidad psicológica y casi se diría a los derechos del hombre. Olvidaban con ello aquel gran bien producido por el Santo Espíritu del Padre y del Hijo, que es la manifestación del pecado como prólogo a la redención: citando las palabras del Señor, San Bernardo observa que “el Espíritu Santo denuncia los pecados que el mundo disimula” (San Juan 16:8). Quien presume de ser inmaculado miente a Dios y se miente a sí mismo, y el espíritu del hombre queda perplejo en la red de su autoengaño: “Mientras guardé silencio –reconoce el salmista– mis huesos se consumían (…;) pero –agrega enseguida con gran sutileza psicológica– Te confesé mi pecado (…) y Tú perdonaste mi maldad” (Salmo 32:3ab.5ae). El humor enfermizo, se decía clásicamente en medicina, debe ser siempre expulsado si se quiere alcanzar la salud. Se dijo entonces que la penitencia cuaresmal se parecía más a un régimen penal que a un tratamiento curativo del hombre enfermo –si es que lo estaba– y que debía ser aliviada en sus rigores de acuerdo con la sensibilidad de la humanidad contemporánea, a la cual las enseñanzas equívocas del modernismo teológico ha terminado por declarar impecable –cuando finalmente no tan perfecta como Dios– por una aplicación mecánica y universal de la gracia de la Redención que rebaja al Redentor al modo arriano al nivel de un héroe pagano y exalta al ser humano al modo de Pelagio y de la Serpiente en el Edén… Procurando de tal forma anular cuanto les parecía no resistir a sus -qqqinstrumentos arqueológicos, eliminaron de un plumazo el tiempo de Septuagésima que hoy comienza, de modo de distraer la atención de quienes la Iglesia llamaba a los ejercicios de conversión mediante este potente toque de trompetas.


Volviendo los ojos de la mente hacia los orígenes de nuestra condenación en la desobediencia de los primeros padres, contemplamos la dimensión histórica y sagrada de nuestros males para adoptar la medicina más adecuada a la enfermedad que afecta a la raza de Adán. Y si nos toca considerar lo tardío de nuestra llamada, como obreros de la undécima hora, nos consuela sin embargo saber que el denario prometido a los trabajadores es la misma Vida eterna significada en esa moneda del salario contratado con el Dueño de la viña.


Comenzamos ahora a adiestrarnos para la carrera en el estadio que figuradamente San Pablo compara con la vida cristiana. El trofeo al que aspiramos no es una medalla de oro, finalmente también ella perecedera, sino el oro inmortal mismo de la salvación del alma. Trabajando en esta Viña se recogen no tanto racimos jugosos para exprimir en el lagar cuanto lo que su jugo significa, esto es, la aplicación de los méritos de la Sangre de Cristo derramada por nuestros pecados, el bálsamo reconfortante que piden las “Aspiraciones” de San Ignacio de Loyola: “Sangre de Cristo, embriágame.” Si la razón humanista parece lúcida, se equivoca no poco en su búsqueda de una felicidad a cualquier precio con tal de evitar postrarse ante su Redentor. “Rodeados de gemidos de muerte”: así comienza describiendo a la humanidad el  Introito de la Misa de Septuagésima, en que los sacerdotes se revisten ya de morado penitencial y el festivo canto del aleluya calla hasta la Pascua.


Sin dejarnos abrumar, levantamos la voz con la Iglesia que implora la ayuda divina, cierta con toda certeza de que desde el templo santo celestial será atendido el clamor que eleva por nosotros, sus pobres hijos extraviados. Nuestra aflicción, rezábamos en la oración Colecta, ha sido justamente infligida, pero la misericordia celestial está pronta a escuchar el ruego de los que llama a convertirse enseñándoles a pronunciar, cuando aún es tiempo, el Nombre glorioso del Salvador Jesucristo. La educación de un niño lleva años: también es larga y penosa la reeducación de los que, ya no niños inocentes, habiéndonos alejado airados de la casa paterna, regresamos por la senda del arrepentimiento. Pero el fin de esta penitencia es ese gozo en el abrazo del Padre que no nos será arrebatado y que fue prometido por Cristo al anticipar sacramentalmente su triunfo sobre el pecado, el mal y la muerte (San Juan 16:22).


Nos encomendamos fervorosamente a la intercesión de María Santísima para que ella bendiga nuestros pasos y garantice, con la pureza de su plegaria, el efecto de cuanto emprenderemos en la próxima Cuaresma para limpiar el alma de pecado. “Tú eres auxilio en el tiempo oportuno cuando llegan las tribulaciones –afirmaba el versículo del Gradual–; esperen en Ti los que Te conocen, porque Tú no abandonas a los que Te buscan”: garanticemos nuestra búsqueda mediante la intercesión de la Iglesia, no saliendo de los métodos que ella enseña para alcanzar el conocimiento de la obra portentosa de su Señor y Esposo. Así alcanzaremos el auxilio que tanto imploramos como denario de salvación al final de estas ejercitaciones del espíritu que, guiados por la liturgia, vamos a emprender para nuestro bien temporal y eterno, y principalmente para gloria y honor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

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Esta entrada fue publicada el 17 febrero 2019 por en Misa Tridentina Mallorca.

Se confeccionan todo tipo de ornamentos tradicionales

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