Tradición Católica Mallorca

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Fiesta de la Aparición de Nuestra Señora de Lourdes. 11 de febrero de 2019


Padre Ricardo Isaguirre.

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Las palabras que consignó San Juan, el discípulo amado del Señor, llegado a la ancianidad, “vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén”, forman parte de las revelaciones recibidas por el apóstol y evangelista, según la tradición, en Patmos, una isla del mar Jónico; ellas se encuentran en el último libro de la Sagrada Escritura, al cual conocemos por el primer término del texto griego original, que a su vez nos ha dado la palabra “apocalipsis”, de uso corriente y hasta popular, aunque generalmente no bien comprendida ni aplicada. Son las visiones celestiales de aquel testigo privilegiado, que se inclinó durante la Última Cena sobre el abismo de caridad que se abría esa noche en el pecho de Cristo mientras adelantaba sacramentalmente su Oblación. Pasada ya una vida de apostolado, concluida la redacción de su personalísimo relato del ministerio público de Jesús, Juan está preparado para contemplar el triunfo aparente del mundo sobre la Iglesia naciente y transmitir la interpretación mística de la historia, su desarrollo y su objeto, tal como esto sucede en el corazón de Dios y de sus elegidos para participar de una victoria más alta y definitiva sobre el mal.

La imagen de la ciudad aparece frecuentemente en las Escrituras como símbolo de la obra del hombre, muchas veces del hombre rebelde; así sucede por excelencia en el episodio de la construcción de esa ciudad con forma de torre que Dios llamó Babel, “confusión”, tras frustrar, mediante la ruptura de la unidad de lengua de que gozaban los pueblos, el emprendimiento titánico, el atentado sacrílego de una civilización antigua (la palabra “civilización” proviene precisamente de la voz latina civis, “ciudad”) que pretendía imitar colectivamente el pecado insinuado por la serpiente antigua al oído de nuestros primeros padres Adán y Eva, penetrando por la astucia abusiva de su técnica en la esfera celestial que Dios se reservó para Sí y provocando simétricamente la ruina de la esfera terrenal desde su creación reservada al hombre. El mundo está simbolizado contemporáneamente para San Juan por la orgullosa y opulenta Roma de los primeros emperadores, llamada en el Apocalipsis “Babilonia”, ejemplo máximo de la ciudad enemiga de Dios. Suscitada por Dios que hizo al hombre gregario, el mismo hombre hará de la ciudad abierta en la que el Señor podía pasearse, una ciudad fuerte, amurallada, que niega la entrada al legítimo Dueño de la plaza. Allí perecerán encerradas las ilusiones de autonomía de nuestra raza. Las raíces de nuestro espíritu humano no están en la tierra.

Roma comenzó a advertir pronto en la fe cristiana un enemigo peligroso. Peligroso e irreductible a pesar de la comprobable mansedumbre de sus adeptos que empezaban a encontrarse en todos los estamentos sociales del extensísimo Imperio. Para emplear una expresión moderna, la política de cultos de los romanos era liberal, tolerante y amplia, casi desprolija, un “dejar hacer, dejar pasar” vigilado con discreción. La Roma pagana ejerció escépticamente la enorme potencia que adquirió según los planes divinos, con la concepción antropológica de un hombre en realidad irreformable, sin mayor consistencia individual: lo importante era la Ciudad, la Patria romana, un ente colectivo. Basada en la propia experiencia religiosa ya milenaria de la ciudad conquistadora, la cual era una mezcla de cultos ancestrales de diverso origen, esa política implicaba ejercer tolerancia hacia los cultos que los pueblos conquistados mantenían según sus tradiciones y costumbres. En el Panteón, como lo indica su nombre, que quiere decir “(templo de) todos los dioses”, cabían los simulacros de cualquier religión dispuesta a adaptarse a la Ciudad y sus leyes, como lo atestiguan hasta el día de hoy la historia, la literatura y la arqueología. Los devotos de las divinidades foráneas y sus mismas representaciones eran bienvenidos, e incluso festejados, siendo sus cultos exóticos adoptados como modas por lo mejor de la sociedad romana. Subsiste más o menos en el centro de Roma el mausoleo que un potentado romano se hizo edificar en forma de pequeña pirámide de acuerdo al modelo de los célebres monumentos funerarios de Egipto cuya religión parece hacer adoptado. Hoy se veneraba el ídolo de la siria Astarté, mañana al egipcio Amón… Tal era la regla del juego en tanto en cuanto las religiones extranjeras no amenazaran la gran invención romana en materia religiosa, que era el culto imperial, donde se encarnaba el Estado en la persona divinizada del rey, “césar”, como se lo llamó invocando el nombre prestigioso del primer gobernante proclamado emperador por el Senado y venerado por la plebe como un semidiós a un tiempo de la guerra y de la paz, de la violencia y la templanza romanas. Ese culto tomaba elementos muy antiguos, incluso venerables, extrayéndolos de las tradiciones latinas y de otras fuentes étnicas, pero tenía por objeto la consolidación del poder estatal y su proyecto totalitario respaldado en el inmenso poderío militar del Imperio que nadie representó más prototípicamente que Julio César, cuyos títulos no pocos de sus sucesores revalidaron. Nada se compara a Roma como realización del hombre solo y por sí mismo. De allí su grandeza vertiginosa, enloquecedora; de allí también su indigencia espiritual en medio de tantas riquezas y su ruina final.

Se entrevé aquí un proceso complejo que conviene entender mejor antes de proseguir ahondando. Advirtamos que ni el imperio ni el Estado ni la figura misma del emperador como soberano temporal eran rechazados por el cristianismo naciente. Por mucho que se lo busque no se encontrará al jefe revolucionario –antiguo o moderno– ni en Jesús ni entre los Apóstoles que nos han legado por escrito su pensamiento, ni en la tradición apostólica y patrística posterior. Desde la desilusión ideológica que experimentaron los judíos zelotes, como quizá lo fuera Judas Iscariote, lo han intentado descubrir los hombres durante siglos con escasa fortuna, porque la solidez de la Revelación es la de una roca impenetrable que sirve no los propósitos de la creatura sino los del Creador. La novedad de nuestra fe reside en otra cosa: no en la destrucción del orden necesario sino en la concepción inconmovible de la unicidad de Dios ordenador universal y de su soberanía absoluta sobre la Creación visible e invisible, que Él ha querido redimir de su caída. De esta ley la religión de Israel como nación fue el prólogo y el Evangelio el texto definitivo, el Testamento Nuevo y Eterno que rige al nuevo pueblo santo y sacerdotal que es la Iglesia.

Los cristianos no estaban pues por causa de su fe en contradicción frente al poder humano, al poder de gobierno que reconocían gustosos, aleccionados por las enseñanzas del Maestro y alentados por las instrucciones de sus discípulos. Su fe les inculcaba el origen divino de ese poder en cuanto principio subordinado y agente de orden, vale decir, subordinado a la Omnipotencia del Creador y Redentor como instrumento de su Providencia universal. La Jerusalén nueva que desciende del cielo no se superpone brutalmente a la ciudad terrenal. En tanto ésta, nuestra ciudad, respeta su ámbito propio, puede establecerse entre ambas, la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, aquello que acerca de la gracia y la naturaleza afirma el axioma de la teología escolástica: que la gracia no niega la naturaleza, que antes bien supone su existencia, y, más aún, es el principio del perfeccionamiento para el cual se encuentra determinada. Es el aparentemente desmesurado mandamiento de Jesús con que concluye el sermón de la montaña: “Sed perfectos como es perfecto el Padre celestial.” Nos espera una tarea, ardua, porque busca un bien, y es el Bien supremo propuesto como meta, el Padre celestial, “el Amor que mueve el sol y las demás estrellas” donde termina y calla la Divina Comedia.

Y la ciudad que ha visto San Juan descender nosotros la saludamos hoy doblemente. Puestos bajo el amparo materno de Nuestra Señora tal como ella apareció a Santa Bernardita Soubirou, entonces una muchacha, simple aldeana sin letras ni formación más que cuanto la gracia pudo infundir en su corazón naturalmente noble, contemplamos en aquella Dama radiante de hermosura otro misericordioso descenso del cielo a la tierra. En las afueras de un pequeño poblado francés, en el año de 1858, a la vera de Lourdes, la Mujer revestida de sol, vale decir, unida a la Luz eterna por el vínculo de su maternidad divina, ella intervino en la vida diaria de una ignota ciudad provinciana al pie de los Pirineos para comunicarle rasgos de identidad que no son propios de la ciudad del hombre y que la identificarán pronto con la ciudad de Dios, “gloriosísima ciudad de Dios –al decir de San Agustín de Hipona–, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, cuando conseguirá con creces la victoria final y una paz completa” (La ciudad de Dios, Prólogo).

¿Cómo puede ser una Lourdes tan terrenal, tan de andar a pie, con su mercado, sus aldeanos locuaces y sus campesinos y pastores taciturnos, imagen válida de la ciudad de Dios descendida de los cielos para morar en el tiempo sobre la tierra, poblada no por ángeles y santos, sino por pecadores que sin embargo buscan la vida divina? Aquí está comprometida la promesa y la voluntad de Dios, que por medio de su Hijo nos instruyó para pedir que en la tierra se cumpla lo que su Padre quiere y que se cumpla así como se hace en el cielo. La ciudad escogida es pequeña, para nada rica, está relativamente lejos de las ciudades importantes de la región, no se halla demasiado bien comunicada; el territorio es montañoso, bastante boscoso todavía en esa época, cruzado por ríos de gran caudal durante el deshielo que de vez en cuando arrasan las poblaciones; helada y húmeda en invierno, se la muestra muy florida en primavera, cálida y seca en verano. El hombre habita allí, entre esas colinas, sierras y montañas, desde hace milenios. Desde hace incontables siglos el cristianismo ha introducido, cuanto pudo, la dulzura de la fe en las costumbres rústicas y ha moderado la brutalidad del feudalismo del que se ocupaban los belicosos señores. Estamos a mediados del siglo XIX en tierra del civilizado Imperio francés y gobierna Napoleón III, descendiente indirecto del gran Bonaparte, militar y político oportunista –fue presidente casi democrático antes de ser monarca casi autocrático–, orgulloso de su ascendente en su tío paterno, Napoleón, el gran emperador de los franceses. No obstante, el pueblo local poco tiene de lo francés que identificamos con París y sus exquisiteces culturales: rudo, no habla el idioma normalizado de la Real Academia de la Lengua Francesa sino un dialecto del occitano, la lengua del sudoeste del reino, más cercana al aragonés de las montañas y al catalán que se hablan del otro lado de la cadena pirenaica. Que soy era Immaculada Concepciú: las palabras con que María Santísima va a revelar finalmente su identidad a la niña vidente son por su sonoridad cercanas incluso al castellano. Hay una parroquia, antigua como institución, cuyo templo ha sido reedificado varias hasta el que se levanta en tiempos de la elemental catequesis que recibió Bernadette. El párroco es un eclesiástico recto pero más bien severo, al que no se le va con cuentos de aparecidos ni bultos que se menean… La niña tuvo que ser valerosa para hablarle claramente y mantenerse en sus certezas: que la Señora se le aparecía, que dialogaba con ella sola, que la enviaba con precisas instrucciones eclesiásticas y litúrgicas para los sacerdotes encargados de la cura de almas, que insistía en la práctica de la penitencia y de la oración, en fin, que no pensaba retirarse con un “no” por respuesta de parte de la Iglesia cuando había obtenido el “sí” espontáneo de una jovencita ignorante. Si Bernadette entendió en poco tiempo con pocas palabras de qué se trataba, entenderían los canónigos, los vicarios y el mismo ilustrísimo señor obispo de Tarbes, diócesis a la que Lourdes pertenece. “Que consigamos la salud de alma y cuerpo celebrando esta aparición de la Virgen María” bajo su advocación de Inmaculada Concepción: así lo pidió el sacerdote en la oración de esta Misa. El dogma de la Inmaculada Concepción de María había sido solemnemente definido por el papa Pio IX sólo cuatro años antes de que las palabras de ese título salieran de labios de la Señora radiante: que su concepción por parte de San Joaquín y Santa Ana, preparados por una gran fe en las promesas hechas a Abraham y su descendencia, además de castamente conyugal, fue inmaculada, distinta a cualquier otra nunca antes o después sucedida en la historia; que así pues desde el comienzo mismo de su existencia ella no había experimentado el contagio hereditario de la culpa de Adán ni el consecuente debilitamiento espiritual, moral y físico de la naturaleza humana que causa la concupiscencia; que había quedado exenta del pecado que la teología llama “original”, porque se remonta a los orígenes de nuestra especie humana, y que esta condición impoluta de su naturaleza humana, excepcional, anticipaba la Encarnación que en sus entrañas virginales obraría un día el Espíritu Santo para que el Verbo de Dios se hiciera hombre, igual en todo a nosotros los hombres menos en el pecado.

Es larga y compleja la historia de esta doctrina mariológica como quedó definida dogmáticamente por uso de la infalibilidad papal también entonces recientemente definida por el mismo Sumo Pontífice Romano. En tiempos en que la visibilidad de la ciudad de Dios comenzaba a ensombrecerse y el Papado experimentaba la pérdida definitiva de su dimensión política como potencia entre las potencias, Dios vino paradójicamente en auxilio de su Iglesia, como un eco de plata extraído del sonido de esa campana de oro purísimo que sonó para nuestra redención: el signo de gozo celestial dado por los ángeles a los pastores, lo recordaremos, fue el de “un niño envuelto en pañales recostado en un pesebre”. Solamente eso, diríamos; como solamente una muerte, y muerte de cruz, significará el triunfo definitivo del Omnipotente sobre las potencias adversas y sobre la potencia inercial del pecado humano en la Creación y la historia, como escribe el mismo San Agustín, sobre “la ciudad terrena –el mundo opuesto a Dios– que en su afán de dominar se ve esclava de su propia ambición”.

Ahora bien, cualquier aparición supone una ausencia previa: aparece lo que antes no se ofrecía a los ojos, aparece algo o alguien que hasta entonces se nos ocultaba. Los rabinos del siglo anterior a Jesús habían hablado del “cielo cerrado”; querían decir con ello que la profecía oficial había callado y, aunque pululaba una literatura más o menos alarmante llamada por los estudiosos de la Biblia precisamente “apocalíptica”, con todo género de revelaciones para consuelo o preocupación de las almas piadosas, lo que se hacía oír era un silencio estruendoso, ese silencio de desierto que va a quebrar más tarde la voz potente de Juan Bautista llamando a la penitencia como preparación efectiva a la aparición del Cordero de Dios, el cual se ofrecerá en reemplazo eficaz de los sacrificios rituales esterilizados del sacerdocio de los judíos. Para que se produzca una aparición debe abrirse algo: “Se abrió el templo de Dios en el cielo y pudo verse el arca de su alianza”, dice el fragmento bíblico, también del libro del Apocalipsis, en que consistió la epístola. En Lourdes, hace más de ciento cincuenta años, un cielo cerrado, el cielo aún del invierno en el hemisferio norte, se abrió para dejar aparecer a la que es muy superior al arca antigua del templo, mandada a confeccionar por el Señor en el desierto para contener las reliquias de Su primera revelación: las tablas de piedra que recogían los mandamientos de la ley dictados en el monte Sinaí, la vara milagrosa de Moisés y un puñado de granos de maná que se conservaban frescos a diferencia de los demás, que se echaban a perder cuando se los quería almacenar como provisión. Apareció también en el cielo un signo grande: la Mujer vestida de sol –imagen de la Divinidad– y coronada de doce estrellas –en referencia a las tribus de Israel como estirpe del Mesías de Dios según la carne y al colegio de los Apóstoles de Cristo, a quienes encomendó la formación, la extensión y el cuidado del nuevo Israel instaurado por el Espíritu en Pentecostés con lenguas de fuego. Y del cielo cerrado, mudo, para el Israel carnal surge la “voz sonora” que declara la sustancia de aquella aparición con que María se presenta luminosa en medio de su pueblo desalentado: “He aquí que ha llegado el tiempo de la salvación, de la potencia y del reino de nuestro Dios y del poder de su Cristo.”

Lourdes de Francia sigue siendo por cierto el santuario de la Virgen más visitado del mundo. A pesar de la devastación que la Iglesia oficial francesa actual ha impuesto al otrora magnífico santuario de fe católica, los fieles, especialmente los enfermos, acuden innumerables, movidos por sus dolencias y sus esperanzas de perdón y salud. Piden allí para ellos, como otros piden para los suyos también enfermos, lo que implora la oración Secreta de la Misa, la “deseada salud de cuerpo y alma” por los méritos de la Virgen, gloriosa e inmaculada como la hostia de nuestro ofertorio. No obstante, Lourdes también se encuentra por su espíritu en muchas otras partes, porque la Madre de Dios ha recibido de su Hijo Jesucristo el encargo de hacerse presente, e incluso a veces visible, donde los hombres necesitan más de su auxilio, su aliento y su consuelo. La providencia quiso que esta Misión en un rincón del llano mendocino estuviera encomendada a la Inmaculada Concepción de Lourdes; estamos en la tierra cuyana que tanto carece del agua y que en su aparente aridez tanto da cuando se la riega: “Visitaste la tierra y la regaste, colmándola de riquezas”, dice el versículo de la Comunión de esta Misa. Se subraya en esta cita bíblica una relación obvia a la Sagrada Eucaristía de la que los fieles participan, pero hoy en especial el versículo del salmo se aplica a la fecundidad sobrenatural de la fuente de Lourdes –tan eminentemente eucarística–, que aún mana allá con abundancia de la roca donde cavó Santa Bernardita con sus manos, y que aquí brota de la piedra de nuestros corazones por la gracia que los toca, multiplicada por la predicación auténtica de la Palabra de Cristo y la celebración de Sus sacramentos según la mente de la Iglesia de todos los tiempos.

La gran piedra antiquísima de Lourdes, llamada Massabielle por los lugareños, donde los siglos excavaron la gruta, impresiona todavía por su dimensión, por su dureza, por su sorda presencia. A sus pies fluye el río, ancho, de corriente rápida, rumorosa y generalmente abundante, alimentado por el agua de las nieves de altas cumbres más arriba del lugar de la aparición que en días claros se distinguen hacia el poniente. Del otro lado está la Península Ibérica, España primero, de donde provino nuestra evangelización y de donde venían muchos de nuestros ancestros, y luego nuestro continente americano, lejanísimo, donde nosotros imploramos a la Inmaculada que nos fortalezca para poner en práctica lo que pidió por intermedio de su humilde elegida. Penitencia, vida de conversión que dé frutos dignos del Evangelio que escuchamos predicar, oración perseverante con el instrumento contemplativo admirable del rosario, devoción leal a la Madre de Dios, no meramente interesada en nuestras pequeñas cosas, práctica fiel de los sacramentos de acuerdo a las condiciones estipuladas para administrarlos y recibirlos con provecho temporal y eterno…

Porque a lo largo del camino de la vida cristiana, por medio de cuya práctica constante algunos llegan alto por el estudio y la contemplación, en la vida sacerdotal o religiosa, todos estamos llamados a andar con nuestras fuerzas, pocas o muchas, implorando siempre al cielo que las renueve. Miramos quizá con desaliento el erial de nuestra propia vida, los escasos frutos que recogemos en ese campo mal cultivado, lo deformes que son y lo poco gratos al paladar… “Las flores –decía sin embargo el Gradual de la Misa tomando versos del Cantar de los cantares– han aparecido en nuestra tierra”, y ha llegado el buen tiempo que anuncia la voz de la tórtola al preparar su nido, la voz que se deja oír de la bellísima Señora de Lourdes asomada “en el hueco de la piedra” para despertarnos de la pereza espiritual a la vida de Cristo ante cuyo atractivo quizá dudamos, indecisos de empezar a vivirla en serio de una buena vez.

Efectivamente, la Inmaculada apareció en Lourdes a inicios del mes de febrero, estando la región envuelta por los rigores del clima invernal; se presentó, aludiendo al dogma definido pocos años antes en Roma, el día de la Anunciación, que cae a fines de marzo, ya en el alba de la florida primavera; y se dejó ver de su hija Bernardita por última vez en pleno verano, el 16 de julio, día del Carmen, tiempo de cosechas y vendimias en aquellas provincias del sur de Europa… La poca y breve luz del comienzo de sus apariciones en febrero se transformó en el largo día solar de su despedida estival. ¿No hay en ello un signo que nos toca descifrar? Es lo que hemos tratado de hacer. Queda para los miembros de la jerarquía, dejándose ayudar por el pueblo creyente, conducir estas aguas puras que empiezan a surgir, canalizándolas hacia tierras preparadas con los trabajos de labranza adecuados, almacenándolas para la época de sequía y previniendo que, al estancarse por el motivo que fuere, se corrompan y se vuelvan insalubres, o simplemente se pierdan por evaporación. De tal modo, lo que se insinúa como promesa de frutos pasará sano y salvo, incluso acrecentándose, las pruebas de las estaciones con sus variaciones inevitables, de las tempestades repentinas, del temido granizo, de las plagas tenaces, de los ladronzuelos y aprovechados que nunca faltan al buey que ara.

Quisimos pensar en nuestro tiempo concreto comparándolo simbólicamente con el tiempo histórico preciso de la Aparición de Lourdes. Entonces el mundo se encontraba atravesando bien avanzado lo que se llamaría luego “el siglo de las revoluciones”; nuevos protagonistas históricos descristianizados se volvían contra el trono y el altar que levantaron la Cristiandad. La estructura política y los equilibrios de poder adquirían la forma que el siglo XX heredaría y cuya culminación vivimos en estas dos primeras décadas ya transcurridas del siglo XXI. La Iglesia católica, querida por su Fundador para todos los siglos –para buscar la gloria de Dios y para obtener la salvación de las almas, objeto de su creación–, sufrió terribles embates por parte de prácticamente quienquiera haya tenido algo que hacer y decir entonces. Debilitada, llevaba aún a bordo tripulación experta y segura, convencida de su misión divina, pero comenzaba a sentir la fatiga humana de quien ha dado una batalla demasiado larga sin tregua ni aliados honestos. Nosotros, que estamos en el mismo campo de batalla, pasadas todas las luchas que libraron nuestros predecesores en la fe, al levantarse poco a poco un nuevo día, vemos cómo va aclarándose el horizonte y reconocemos y reunimos nuestras fuerzas dispersas. Para los abatidos cristianos del siglo XIX la Virgen Inmaculada en Lourdes trajo el refresco de la esperanza que no defrauda. Pero para nosotros también escancia ella generosamente del mismo manantial cuyas aguas brotan en silencio. No pudiendo esperar como los católicos de 1858 que una cabeza visible de la Iglesia nos confirme –dado que ella misma ha apostatado de la fe abroquelándose en los restos usurpados de la institución eclesial con la cual intenta acabar por envenenamiento endócrino–, volvemos sin embargo la vista “a la montaña, de donde vendrá el auxilio”, como lo expresa un guerrero en los Salmos de David envuelto en una escaramuza que podría haber sido mortal para él y su grupo de valientes. Una comunidad de creyentes bien parados sobre la roca de la fe ortodoxa católica y apostólica es capaz resistir si se inspira en los grandes que antaño libraron el combate y que no nos abandonan nunca, si no deja que los corazones pierdan la dulzura, si conoce la Palabra de Cristo y la pone en práctica, esto es, si lo que se dispone a construir tiene la Roca por fundamento de la casa. Materiales nobles, no chapucería, hacen sólido y resistente el edificio que la familia necesita habitar.

Que Nuestra Señora de Lourdes bendiga estas intenciones y que su realización sea para gloria y honor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén

Un comentario el “Fiesta de la Aparición de Nuestra Señora de Lourdes. 11 de febrero de 2019

  1. jaume oliver
    11 febrero 2019

    + Muchísimas gracias. Jaume

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Esta entrada fue publicada el 11 febrero 2019 por en Misa Tridentina Mallorca.

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